Las lágrimas del viento
… cuando quise darme cuenta, el viento me había arrebatado la voz que ahora era apagada como los silencios prolongados en una caverna. Corrí e intenté seguirle la pista, dejándome llevar por el tono de mis recuerdos.
Por un momento, respiré hondo y me detuve cerca de aquel acantilado. El mar había avanzado varios metros adueñándose de sus propias rocas, gritando y lanzando al aire su furia convertida en espuma.
Aquel lugar, recuerdo de vientos y tempestades, era donde aguardaba su alma…
Tú, Yo soy:
-¿Me buscabas?
-Si.
-Pues aquí me tienes.
-No, aún no. Al menos no ahora.
-¿Qué quieres decir?
-Mírate, todavía no te has encontrado. Incluso dejaste un espejo mientras dormías.
-Un espejo, ¿para qué?
-Para saber quién eres en realidad, para mirar más allá de tu imagen. En éste momento tan solo eres piel y huesos. Un pozo sin fondo repleto de pensamientos erráticos que no te llevan a ningún lado. Crees que sabes quién eres, pero en realidad no es así. Mírate, tú mismo dejaste ese pedazo de cristal para mirarte y, sin embargo, aún no lo has hecho. ¿Sabes por qué? Porque te da miedo encontrarte a tí mismo. Tienes pavor de hallar algo que no te gusta, algo que duela más que la propia muerte. Recuerda lo que te he dicho, porque cuando te veas qué eres en realidad, habrá tormentas, y tu mundo, ese que conoces en éste momento, se destruirá.
-¿Y qué soy?
-Un ser de Luz.
PD.: Tú, Yo soy
En mi camino:
Era tan real, que quise que no terminase nunca. Estaba a tan solo unos pasos de mí, y sus manos, arrugadas por el paso de los años, intentaban acariciarme como tantas veces habían hecho. Cómo olvidarla. Aquella voz se había apropiado de mi memoria como una manta de agua que se expande en silencio con la furia de un Tsunami. Tímidamente alargué el brazo y toqué su cara blanca y su pelo rubio como el sol. Sin duda se encontraba allí, a mi lado, sintiéndonos el aliento cerca de nuestras caras. Por un momento, pensé que todo podría acabarse de la misma manera que la última vez, sin embargo, no era eso lo que me preocupaba en realidad. Tenía miedo, un miedo atroz a que esa porción de mi consciencia decidiese olvidarlo todo. En ese instante desperté. Un sudor frío se había adueñado de mi cuerpo, giré la cabeza y vi su fotografía. Desde entonces, me juré a mí mismo que jamás olvidaría la sonrisa de María la rubia, mi abuela.
Despedida de Cristal:
Llevabas dos días muerta. Tumbado sobre la cama, volví a sentir tu aroma impregnado en las sábanas donde solías abrazarme con tus besos repletos de sueños. Con la vista puesta en la ventana de la habitación, distinguí la luz de una ciudad aún dormida. Lentamente me di la vuelta, pensando qué podían hacer allí los restos de las sombras que ocultaban tu rostro en mi cabeza. De repente, sentí un intenso dolor en el pecho, agudo y profundo, como si la propia vida quisiese deshacerse de mis pasos. Exhausto, cerré los ojos y dejé escapar un suspiro mientras imaginaba a la brisa jugar con la voz de mi respiración. ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué ahora? Eran las únicas preguntas que seguían apoderándose de mis pensamientos.
De nuevo, separé los párpados y vi mi cara reflejada en el cristal inerte. Al otro lado, tú llorabas. Entonces vi las llamas, mi cuerpo ardía.
Las hojas siempre caen en Moscú:
Nunca había pensado en ello, pero la hora acababa de llegar sin previo aviso y debía irme.
La ventana estaba cerrada como siempre, y el viento murmuraba en contra de mis sueños, cansado de ser el aliado nocturno de las sábanas que tapaban su piel. Era la voz de aquel que libra una batalla por amor, amor imposible, pero un amor eterno, entregado y sin límites. Yo lo sabía, y él luchaba incansable en contra de mis pasos, a sabiendas que sería imposible, y que ella, jamás entregaría sus labios a aquellos fríos silencios.
Escarabajos de arena:
Habíamos estado andando más de ciento cincuenta días. Las horas se habían convertido en interminables adoradoras del tiempo. Es por esa misma razón por lo que, cuando llegó el momento, no supe si estaba realmente soñando. Había dejado atrás a más de una veintena de amigos. Hombres fieles y honrados que tan sólo eran culpables de haber nacido en una tierra diferente. Pero tanto ellos como yo, sabíamos que no podíamos cerrar los ojos y obviar todo lo que se nos mostraba delante de nosotros, como si todo lo que ocurría a nuestro alrededor no fuese más que una ilusión óptica de la que tantas veces oímos hablar a los caminantes del desierto.
Así empezó todo. Recuerdo aquel día como si aún estuviese tumbado en mi propia hamaca. Autú y Monique no dejaban de fantasear. Hablaban de enormes edificios, de coches lujosos y de comida sin límites. También narraban historias de mujeres de pelo rubio y ojos verdes, y dinero… ¡más del que se pueda imaginar! ¿Sabes?, ahora me pongo a pensar en aquello y sonrío, pero me temo que no soy capaz de recordar el instante en que me dejé atrapar por aquellas voces.
-¿Y que piensas cuando te ves aquí?
-Intento no hacerlo.
-¿Por qué? Todos pensamos en algo- se interesó el periodista sin dejar de tomar notas en su libreta.
-Por eso mismo- respondió, y se tomó unos segundos para continuar hablando-. Mi abuelo era un hombre sabio, conocedor de las plantas y de los cambios del viento. En el pueblo lo llamaban Uil, búho en lengua africana. Él siempre decía que la mente había que mantenerla limpia de pensamientos para poder acoger todo lo nuevo.
-¿Todo lo nuevo? No entiendo.
-Cuando mantenemos la mente ocupada con elementos banales, no permitimos que nuestra conciencia esté presente y, por lo tanto, todo lo que ocurre a nuestro alrededor nos pasa desapercibido y nos dejamos llevar por la inercia del propio mundo, ¿entiendes? Es fácil, siempre y cuando estés aquí y ahora- explicó.
-Y… ¿podrías decirme algo más sobre tu salida?
-¿Te refieres a cuando dejé la aldea?
-Sí- dijo observando su gesto pávido, como si una maraña de sombras se hubiese apropiado de su cabeza.
-Salimos al anochecer-comenzó-. Ninguno de nosotros habíamos comentado nada a nuestra familia por miedo a que nos impidiesen la marcha. Habíamos ahorrado un poco de dinero y llenado dos bolsas de piel con comida y agua. Monique, el más pequeño de los tres, lo tenía todo planeado, desde nuestra salida hasta la llegada al otro mundo. ¿Otro mundo?-murmuró con cierta ironía-. Aún me pregunto por qué lo llamaría así. Recuerdo las pocas luces de la ciudad iluminando los vastos desiertos de arena que la rodeaban. Sí, eso es. El desierto había sido siempre mi eterno compañero. Gracias a él me alimentaba y, con él, pasaba los largos días de soledad. Sin embargo, a pesar de mi fidelidad, no supe escucharlo a tiempo. Aquellas voces nuevas ocupaban todos nuestros pensamientos y el lamento de la arena dejó de ser por un momento nuestro fiel aliado.
-¿Cómo conseguisteis el dinero?
-Si no le importa, señorita, prefiero no entrar en ese tipo de detalles- comentó con aquella forma de hablar pausada y tranquila, propia en los habitantes del continente africano-.Hacía frío. Era nuestra primera noche hacia la libertad, y los huesos nos dolían por el aire y la intensa humedad. La imagen de mi madre amasando el pan en la mañana y la de mis hermanos pequeños regresando del campamento donde aprendían a leer, ocupaban mis pensamientos- sonrió-. Todos andábamos en silencio, seguramente ocupados en aliviar las lágrimas que poco a poco se hacían dueñas de nuestras almas. Una chica que había decidido acompañarnos no paraba de preguntar cuánto faltaba para llegar, y Monique siempre respondía que poco, Ya era incapaz de saber los días que llevábamos caminando. Llevado por la fatiga, fijaba la vista en los talones de Autú y dejaba que el sonido de sus pisadas al roce con la arena me anestesiase. A veces, incluso cerraba los ojos e intentaba engañarme a mí mismo, a mis pasos y a mis sentidos, obligándolos a creer que el día se convertía en noche y la noche a su vez en día. Al menos así parecía haber recorrido más de lo que realmente era y, las dunas, me complacían haciéndose cada vez más pequeñas. Alguna que otra vez, nos cruzábamos con restos humanos. Huesos revestidos de piel y telas ya gastadas por el sol. Pero nosotros tan solo nos preguntábamos qué harían en aquel lugar tan alejado de la vida, aunque lo que realmente nos estuviésemos preguntando es si aquel resto de huesos no seríamos nosotros mismos reflejados ante un espejo de cuarzo hecho añicos.
Poco a poco empezó a reducirse el número de los nuestros. Unos, extenuados, se dejaban caer sobre la arena suplicando el agua que ya no teníamos, dejando escapar entre lamentos el nombre de sus madres. Otros, incapaces de dejar escapar un sueño casi inalcanzable, seguían arrastrándose lentamente convertidos en serpientes humanizadas.
Fue uno de esos días cuando la eché de menos. Me detuve un par de veces y traté de reconocer su cara. Pero aquella muchacha había desaparecido y ya nunca volvería a escuchar la frase que poco a poco se había difuminado para dar lugar al silencio de unos pocos caminantes que desconocían completamente que lo habían conseguido.
Fue al día siguiente, después de andar un par de horas más durante la noche, cuando nos percatamos de la hazaña. Al principio pensamos que se trataba del reflejo de la Luna sobre el ejército de gotas que yacían sobre el suelo, pero a medida que nos acercábamos, nos dimos cuenta de que era una gran ciudad, tan iluminada que parecía ser el propio Sol el que salía de la tierra. Entre risas, aligeramos el paso y gritamos lanzando voces al aire. Lo habíamos conseguido. Por fin estábamos allí. Monique tenía razón, estábamos ante un mundo diferente. Por fin podríamos vivir, vivir sin necesidad a desgastarnos a causa del hambre y las guerras. Vivir sin tener que dejarnos la piel y la sangre en la roca. «Vivir». Nunca había imaginado que aquella pequeña palabra tuviese un significado tan grande.
-¿Y qué ocurrió después?
-Una voz salió de entre la oscuridad y nos obligó a callarnos.
-¿Una voz?
-Así es. Por un instante creí que había salido de mi cabeza, pero entonces una mano me agarró del brazo y me obligó a tirarme al suelo. Me gritaba para que me no me moviese, algo que me llenó de espanto. Lo único que conseguía ver eran unos ojos blancos en la noche. Tras explicarme que habían llegado hacía semanas, lo observé y pegué la cabeza entre mis rodillas doloridas por el esfuerzo y el frío. Estaba aterrado. No conseguía ver absolutamente nada, y el ruido a mí alrededor se hacía cada vez más y más intenso. Como pude y sin querer saber que estaba ocurriendo a unos pocos pasos de mí, me tumbé, y cubrí mi cabeza con un pedazo de tela que había guardado en uno de los bolsillos del pantalón.
-¿Llagaste a saber quiénes eran?
-Me desperté con los primeros rayos del sol. El pie derecho se me había dormido y había perdido la noción del tiempo. Casi sin fuerzas y con un estómago que rugía por un pedazo de pan, intenté incorporarme. Al moverme, varios escarabajos que habían utilizado el calor de mi cuerpo como refugio, comenzaron andar de un lado a otro. Sin pensarlo, cogí uno y me lo metí en la boca. Nunca lo hubiese creído si no fuese porque yo mismo sentí el sabor de sus vísceras esparcirse entre la lengua y mis dientes. Aquello me provocó nauseas, pero no estaba dispuesto a perder las pocas posibilidades de llevarme algo de alimento a la boca. Después de repetir la operación algunas veces más, y con la voz de mi estómago ya silenciada, me limpié la cara con el rocío que se había quedado en la hierba y miré en derredor mío. Estaba completamente solo. Al incorporarme, un conejo salió corriendo y me arrepentí no haberlo visto antes de aquellos escarabajos, pero él era demasiado rápido y yo estaba lo suficientemente cansado como para no poder dar un solo paso. Luego busqué a Monique y Autú. No tenía ni idea de lo que había pasado durante la noche. Tan sólo recordaba aquella voz y aquella sombra alejarse de mí en dirección a la luz… Desde entonces han pasado tres semanas. Y estoy aquí tal como ves, sentado sobre una pequeña roca y escribiendo unas pocas palabras esperanzado en poder mandárselas a mi madre algún dia. A veces imagino que estoy con ella y con mis hermanos, bromeando sobre las cosas del colegio y sobre las ideas del viejo Amouté, el anciano que compartía techo con nosotros después de que su casa saliese ardiendo por un rayo. Pero la pura realidad, es que es la séptima vez en dos semanas que trato de escalar una reja de alambre tan alta como los edificios con los que solía soñar Monique, y que se han convertido en un enorme muestrario de colgajos de piel de mi propio color.
Las tortugas tampoco tienen casa:
Hace ya tres años que no he vuelto a saber de él. Daniel era mi mejor amigo, de esos que nunca se olvidan. Entonces, no tenía ni idea de lo que le estaba pasando, y ahora sigo arrepintiéndome.
Siempre había sido bastante divertido. Cada día, en la hora del recreo, nos enseñaba los nuevos chistes que le había escrito su abuelo en aquel cuaderno azul de anillas. Otras veces en cambio, nos contaba las historias que le habían ocurrido durante el fin de semana. Pero aquello cambió en los últimos meses. Estaba más callado de lo normal, incluso cuando estaba cerca de los amigos se quedaba en silencio, sin decir una sola palabra. Nosotros le preguntábamos una y otra vez que le pasaba, y a pesar de todo siempre tenía un “nada” por respuesta.
Todo comenzó por así decirlo, un día que llegó a clase sin su desayuno. A todos nos pareció bastante raro, ya que era una de aquellas personas que se comía lo que les sobraba a los demás. Al principio no le dimos importancia, a todos alguna vez se nos había olvidado. Sin embargo, aquel despiste se hizo bastante habitual, sobre todo al final de cada semana. Él siempre nos decía que había desayunado en casa, pero toda la clase escuchaba los lamentos de su estómago entre las escasas pausas del profesor. Aún éramos pequeños, y eso nos dificultaba un poco más las cosas, de todas formas, era indudable que algo le pasaba.
Un día que salimos antes del colegio, decidí acompañarlo hasta su casa. Era uno de los pocos instantes en los que podíamos estar solos de verdad.
-¡Dani espera!- lo abordé agarrándolo de una de las asas de su mochila, obligándolo a que se detuviera cerca de la estación de autobuses-. ¿Te puedo hacer una pregunta?
-Depende- respondió sin tan siquiera mirarme a la cara. Estaba seguro que le iba a decir algo que le incomodaba.
-¿De qué depende? Tan solo di sí o no.
-Bueno… No quisiera responder a las mismas preguntas que me ha hecho la directora. Ya he tenido suficiente por hoy.
-No sabía que habías hablado con ella. De todas formas, eres mi mejor amigo y quiero saber qué te pasa.
-No me ocurre nada. Tan solo estoy un poco cansado- dijo sentándose en uno de los bancos de la estación. Después se quitó la mochila y la puso entre sus piernas, que empezaron a moverse nerviosas de un lado a otro. Sin pensarlo, me senté a su lado y dejé que el viento arrastrase el sonido de nuestras respiraciones.
-¿Quieres un poco?-le pregunté sacando de uno de los bolsillos de la mía un par de chocolatinas-. La verdad es que no tengo hambre, y ese chocolate no me gusta demasiado- mentí, y él lo sabía, pero no me dijo nada al respecto, tan solo lo cogió y se lo llevó a la boca.
Al poco tiempo, sacó una hoja de papel y un lápiz y empezó a dar algunos trazos de arriba a abajo sin querer darle una forma concreta.
-¿Te puedo decir una cosa, Julio?
-Claro que puedes. Además, aún sigo esperando esa respuesta- le dije acompañado de una sonrisa.
-Ayer leí en un libro de mi abuelo, que las tortugas tampoco tienen casa.
Sin saber por qué empecé a reírme. Nunca hubiese pensado que me diría algo así. Era como si de repente, decenas de imágenes de tortugas desnudas hubiesen comenzado a bailar en mi interior. Intentando controlarme, me llevé las manos a la boca y esperé a que se borrase la sonrisa de mi cara. Después lo miré a los ojos y sentí un profundo dolor en ellos. Era la primera vez que veía algo parecido. Sus pupilas parecían estar gritando de desesperación y rabia. Gritos mudos, pero tan palpables, que sería casi imposible no darse cuenta. Por un instante, un calor intensó me atravesó el estómago de tal forma que creí perder el conocimiento. Era yo, su mejor amigo, el único que estaba allí y a su vez, el que nunca sería capaz de entender lo que estaba pasando al otro lado de su mente. Avergonzado, tragué un poco de saliva y esperé unos pocos segundos para que me vinieran las pocas palabras que podría utilizar en aquellos momentos.
-Lo siento.
-No te preocupes ¿Quién no se reiría de algo así? Ya sabemos que esos animales las llevan continuamente a cuestas. La verdad, no sé ni por qué te lo he dicho- comentó sin levantar la mirada, dedicándose tan solo a pasar un trozo de madera entre sus dedos. Aquellos pensamientos debían pesarle demasiado, imaginé fijándome en su mochila, metamorfoseada durante ese segundo en su propio caparazón.
A mitad del camino, insistí en acompañarlo como siempre hasta su puerta, pero después de negarse un par de veces, no me quedó más remedio que despedirme y soñar de camino a casa con un buen plato de patatas fritas con huevos.
Por la tarde, después de la merienda, cogí el teléfono y marqué su número. Me pareció extraño que nadie lo cogiese al otro lado. ¿Estaría la abuela enferma? En el último año había ingresado en el hospital varias veces por su corazón, pero…si fuese algo así, me habría dicho algo, me dije a mi mismo mientras me imaginaba a la anciana postrada en una cama llena de cables y aparatos ruidosos.
Al día siguiente, me vestí lo más rápido que pude y tras meterme en la boca un trozo de bizcocho, salí corriendo hasta el cruce donde solíamos quedar para ir juntos a clase. Me había pasado la noche entera pensando en lo que me dijo y, no quería perder de nuevo la oportunidad de estar a solas con él, pero por mucho que esperé no se presentó. Me parecía increíble que no me hubiese dicho nada. Yo era su mejor amigo, y eso era como un pacto de sangre.
Las horas se hicieron eternas. La voz de la profesora resonaba en mi cabeza como una gota en un desierto rocoso, constante pero vacío de ideas. En lo único que podía pensar eran en las palabras de Daniel en el camino de vuelta. Parecía tan triste, tan apagado, que llegué a pensar por un momento en la posibilidad de que no fuese realmente él. Cuando sonó el timbre, me levante casi por instinto y sin recoger las cosas de la mesa, fui al despacho de la directora que se encontraba en el otro extremo del edificio. Dejando atrás un par de pasillos, giré a la izquierda y me detuve justo delante de la puerta en la que se podía leer Señorita del Castelo. Sin atreverme a llamar, cerré los ojos y recordé nuestra conversación. ¿Qué preguntas le podría haber hecho aquella mujer para no querer responderlas? De repente escuché el tintineo de la cerradura al moverse. Abrí los ojos y la vi allí parada. Llevaba puesto un vestido negro y unos zapatos de tacón del mismo color. El pelo de un rubio claro, lo tenía recogido con una especie de moño bastante sencillo, y sobre su nariz, fina y blanca, descansaban unas gafas que le agraciaban la cara.
-¿Piensas entrar?- me preguntó apoyando una de sus manos en el marco de la puerta. A continuación se aproximó un poco y me tocó el hombro con suavidad-. Sé perfectamente por qué estás aquí Julio- comentó mirándome a los ojos.
-¿Lo sabe?- le respondí sorprendido utilizando la voz más grave que pude. No quería que sintiese que en realidad estaba lo suficientemente aterrado como para salir corriendo de allí.
-Quieres hablar conmigo sobre Daniel, ¿verdad? Es bastante complicado de explicar, pero te entiendo perfectamente. Sé que estás pensando que entre amigos no deben existir secretos, y puede que estés en lo cierto- comentó de nuevo señalando la silla que estaba delante de su mesa. Arrastradas por una energía invisible, mis piernas, empezaron a moverse lentamente hacia delante hasta que pude tocar el asiento con la punta de mis dedos. Aquel lugar estaba helado, y por un momento pude ver mi aliento convertido en vaho delante de mis ojos.
-¿Por qué no ha venido?- dije por fin dándome la vuelta para poder verle la cara.
-Podría decirte muchas cosas ahora mismo, pero no creo que sea el momento ni que tengas la edad para oírlo. Escúchame Julio. Tu amigo Daniel ha tenido que marcharse a casa de sus abuelos.
-No puede ser. Él ya vive con ellos.
-Me refiero a sus abuelos paternos. A partir de ahora, irá a otro colegio que se encuentra lejos de aquí. Pero quien sabe, algún día es posible que lo vuelvas a ver- dijo sin dejar de sonreír. A pesar de todos los esfuerzos que estaba haciendo, no llegué a entender lo que me quería decir con todas aquellas palabras. ¿Por qué se tendría que ir a otro sitio? ¿Y por qué estudiar en otro colegio? Pero la pregunta que más insistentemente repiqueteaba en el interior de mi cabeza era, ¿por qué no me había dicho nada? Confundido y con ganas de llorar, rodeé el sillón y me senté como pude. Tenía la sensación de estar en una urna de cristal donde no llegaba a entrar el aire. Poco a poco, cerré de nuevo los ojos y dejé que mi respiración tomase el control, esa era la única forma de tranquilizarme.
Al cabo de varios minutos me levanté del sillón y vacié mis pulmones. Estaba exhausto y, la idea de haber perdido a mi mejor amigo me daban ganas de salir corriendo y maldecir a todo el mundo.
-Lo siento mucho- dijo la directora acariciándome la cabeza-. Sé que os teníais mucho aprecio, pero la vida de los adultos es a veces demasiado cruel e injusta con vosotros. No puedo decirte mucho más. Si quieres, puedes escribirle una carta, te aseguro que se la haré llegar- dijo acariciándome la cabeza.
Después de darle las gracias fui de nuevo a la clase, recogí todas mis cosas y salí por la puerta principal con los ojos humedecidos. Aún hacía frío y las calles se habían coloreado de blanco. Sin dejar de pensar en las palabras de la señorita Castelo, atravesé el parque y tomé el mismo camino de todos los días. Por alguna extraña razón, tenía la sensación de que sería la última vez que vería a mi amigo, y así fue. A la altura de la avenida mayor, vi a su padre guardando un par de maletas en una furgoneta de color verde. Parecía cansado, como si llevase varios días sin dormir. Aligerando el paso me coloqué a varios metros de él, no quería que me viese. Alcé la vista un par de veces, pero no logré ver a mi amigo. La ventana de su habitación estaba cerrada, y en la puerta, solo pude reconocer a su madre y a su hermana pequeña. Me pareció tan extraño, que quise acercarme y preguntarles, pero algo me decía que no debía hacerlo. No obstante y sin darme cuenta, me había colocado en mitad de la acera. Su padre me miró serio y sin decir una palabra, arrancó el motor y avanzó rápido para perderse entre las sombras de los árboles. Fue en ese instante cuando vi sus pequeñas manos diciéndome adiós desde el asiento trasero, y un rastro de hojas secas como despedida.
Tardé bastante tiempo en llegar a casa. Al entrar vi a mamá sentada frente al televisor. Estaba viendo una película que me conocía casi de memoria. Sin decir una sola palabra, dejé la mochila en el suelo y me senté a su lado apartando el álbum de fotos de papá vestido con la toga de juez. No podía creer lo que había pasado. Mi mejor amigo se había ido, y ni tan siquiera le había podido decir adiós.
-¿Qué te ocurre?
-¿Sabes mamá? Daniel se ha marchado.
-Ah, es eso- intervino ella bajando el volumen de la televisión-. Hace cuestión de una hora, vino y dejó una carta para ti. Me dijo que lo sentía y que estaba seguro que lo entenderías.
-¿Entenderlo? ¿Cómo lo voy a entender? ¡Me ha dejado solo!- grité con toda mi rabia, apretando con fuerza los puños. En aquel instante supe que ella sabía algo más, pero nunca me lo diría, o al menos no en ese momento.
-Cariño, a veces la vida nos da estas sorpresas. Anda, toma la carta. Seguro que hay una explicación para todo esto- me respondió, sacándola del bolsillo del pantalón. Después me dio un beso en la frente y se incorporó para atravesar el salón e ir a la cocina, donde había estado preparando una empanada de carne.
Tenso y con los ojos llenos de lágrimas, me fui a mi dormitorio y me senté en la silla del escritorio. Casi sin poder recuperar el aliento, apoyé los brazos en la mesa y miré a través de la ventana. A lo lejos pude ver los enormes álamos que rodeaban el río cubiertos de nieve y, el agua, parecía ahora haberse transformado en una sábana blanquecina que se movía de una lado a otro empujada por el viento. Confuso, puse la carta encima de mis cuadernos y la miré durante varios minutos. Era incapaz de abrirla. La simple idea de saber que detrás de aquellas palabras se encontraba la explicación a su traición me revolvía las entrañas.
-Toma cariño. Las noticias amargas siempre son mejores con algo dulce- dijo mi madre que acababa de entrar con un trozo de pastel de fresas. Después, cogió un taburete de la habitación contigua y se sentó a mi derecha, me cogió la mano, y me miró a los ojos como tan solo sabía hacer ella. Así pasamos gran parte del tiempo, hablando sin prestar atención al reloj y compartiendo un pedazo de pastel que me pareció en aquel instante, la solución a todos mis problemas.
Un poco más tarde, llegó papá con su habitual buen humor. Desde mi cuarto pudimos escucharlo entrar en la cocina y abrir el frigorífico. Por su voz de sorpresa, nos dimos cuenta de que había descubierto la empanada, así que mi madre decidió salir en su busca. No era la primera vez que había sufrido una indigestión por comer demasiado, y teniendo en cuenta que aquella era su comida preferida, había bastantes posibilidades de que ocurriese de nuevo.
-Te esperamos en el comedor. Porque… ¿Imagino que tendrás hambre?
-Un poco sí que tengo- le respondí girándome para verla desaparecer a través de la puerta. En realidad, solo tenía ganas de echarme en la cama y taparme la cabeza con la colcha o la almohada. Desaparecer y olvidar aunque tan solo fuese durante unos segundos mi realidad. Sin embargo, lo único que fui capaz de hacer es quedarme allí sentado, con la vista puesta en aquellos árboles aparentemente inmóviles. Aunque resulte extraño, sentí envidia de ellos. Tan sólo debían preocuparse por hacer crecer sus enormes ramas y dejarse mecer por el aire. Sin preocupaciones que no fuesen las de la propia vida en sí.
Al bajar la vista, volví a ver la carta. Casi se me había olvidado de que aún seguía allí entre mis manos, tan unida a la mesa como cualquier mota de polvo. Durante aquel instante la vida pasó a cámara lenta frente a mis ojos. Recordé cada segundo, cada hora de diversión al lado de Daniel. No quería llenarme de pensamientos horribles como el de aquel día. Prefería mantenerlos alejados tanto como pudiese, así que decidí imaginarme que tenía en el interior de mi cabeza un pequeño cofre donde podría guardarlos. Cerré los ojos de nuevo y lo pude ver con claridad. Era oscuro, con una pequeña pestaña metálica en el centro en forma de pájaro. Sí, aquel sería mi nuevo baúl de los secretos, tan mío que nadie sabría de su existencia, tan solo yo y… ¿Por qué no?, me pregunté a mi mismo mientras apartaba a un lado aquel sobre para coger uno de los cuadernos que aún mantenía encima la mesa. Era lo mejor. Le escribiría una nota y la señorita Castelo se la haría llegar tal como me prometió. De ese modo, cogí un bolígrafo azul y abrí uno de los cuadernos por la mitad. Me llevó un tiempo elegir las palabras adecuadas, quería que fuese algo especial. Aquella sería nuestra carta de la amistad, amistad eterna, pensé imaginándome a su lado a la vez que sonreíamos. Podríamos estar demasiado lejos para poder vernos, pero no lo suficiente como para que nuestros momentos quedasen en el olvido.
-¡Cariño!-
La voz de mi madre me sacó de la entrega. Había pasado más de media hora y no me había dado cuenta de nada. Dejé el bolígrafo sobre la mesa, y pasé las hojas releyendo cada uno de los párrafos a los que había donado mis pensamientos.-Cariño, se te va a enfriar la comida- insistió de nuevo desde el comedor, distinguiéndose el tintineo de los cubiertos al chocar.
Cansado y con el alma rota, dejé que pasasen los minutos lentamente. Abrí el cajón de la mesita y saqué un par de fotos que nos habíamos hecho en una excursión a la sierra. Allí estábamos, abrazados y tan felices, que parecía no haber ocurrido nada. De repente, me vino a la cabeza la idea de por qué despedirse con una carta. ¿Tan difícil le hubiese resultado decírmelo? Habíamos sido uña y carne durante diez largos años, y un día, tan solo en uno, nuestras vidas se separaron con tanta crueldad, que aún sentía las heridas bajo mi piel.
En silencio, doblé el papel y lo guardé en el cajón junto al resto de notas. Cerré la puerta de la habitación y atravesé el pasillo que me pareció alargarse poco a poco, sin fin. Al llegar al comedor, mis padres ya habían empezado a comer, y en mi lado, había un plato con un trozo pequeño de empanada. Intentando no pensar demasiado, me senté y clavé la mirada en aquel trozo de comida. Alcé la vista y vi que los dos me miraban con tristeza.
-Se que está siendo muy duro para ti, hijo- dijo por fin mi padre a la vez que se incorporaba de su asiento para darme un beso en la mejilla. Sus ojos denotaban preocupación. Estaba seguro de que había algo en el interior de su cabeza que no lo dejaba tranquilo -. A veces la vida es injusta, pero hay que ser duro y seguir hacia delante-. Sin decir una sola palabra, lo miré y asentí levemente. No tenía las fuerzas necesarias como para empezar aquella conversación de nuevo.
-Todo se arreglará. Ya lo verás- comentó mamá desde el otro lado de la mesa. Era la única que podía saber cómo me sentía. Durante muchos años, había compartido conmigo cada segundo de mi amistad con Daniel. Pero tampoco pude decirle nada, tan solo la miré a los ojos, y guardé mis palabras en aquel rincón olvidado de mi cabeza.
La tarde pasó lentamente. Yo había vuelto a mi habitación para buscar las fotografías en las que aparecíamos los dos. Con cuidado las fui guardando en unas cajas de cartón que rescaté del sótano, y las apilé en la estantería de la ventana. Quería tenerlas cerca, y no me apetecía que el tiempo me obligase a olvidarlas.
Había empezado a llover, y al otro lado del cristal, las gotas hablaban entre ellas con aquel monótono golpeteo. Intentando no pensar demasiado, me levanté de la silla y abrí la puerta con algo de dificultad. A lo lejos, se podía escuchar las voces de mis padres entre susurros. Por alguna razón, no querían que me enterase, pero eso llamó aún más mi atención. Sin querer hacer ruido, aguanté un poco la respiración y recorrí la distancia que me separaba de ellos, quedándome a unos pocos pasos de la puerta. Por un instante, escuché el nombre de mi amigo salir de entre sus labios. Fue rápido, como si realmente les costase trabajo decirlo.
-¿Qué os pasa? ¿De qué habláis?- dije por fin saliendo de mi escondite, observando sus caras pálidas como la cera. Era verdad, aquella situación les incomodaba.
-¿Desde cuándo llevas ahí?- me preguntó papá algo enfadado. Era la primera vez que lo veía de esa forma, por lo que preferí no responderle, tan solo esperé unos segundos a que continuase- ¿No sabes que no está bien hacer eso?
-Lo siento.
-¡Ve a tu habitación, vamos!- exclamó señalándome el camino de regreso.
En ese mismo instante supe que no me había equivocado, y que en cierta manera, me estaban ocultando alguna cosa importante. Después de atravesar el pasillo, dejé la puerta encajada y me senté en el escritorio, apartando a un lado los cuadernos que había utilizado antes. A continuación, puse los brazos en la mesa y escuché un sonido seco a mi lado. Giré la cabeza, y vi la carta que se había caído entre las patas de la silla. Al cogerla, recordé la imagen de Daniel diciéndome adiós desde el asiento trasero de aquel coche. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Seguramente, tendría en mis manos las últimas palabras que no supo decirme. Con mucho cuidado, cogí un bolígrafo y abrí la carta tal como había aprendido en clase. El interior, olía un poco a tabaco y a vainilla, el mismo aroma que había en la habitación de su abuelo. La imagen del anciano fumando en pipa me vino a la memoria. Había visto tantas veces esas manos expertas mover el tabaco pacientemente de un lado a otro para prenderlo, que casi podía sentirlo a mi lado. Cerré los ojos un segundo, y tiré suavemente del papel hasta que conseguí sacarlo del sobre. Como siempre solía hacer, había dejado un pequeño espacio en blanco y seguidamente el signo del infinito. Aquel siempre había sido nuestra marca preferida, un indicio de que seguiríamos unidos el resto de nuestras vidas.
-¿Puedo pasar?- escuché dándome la vuelta. Sorprendido vi a mamá asomando la cabeza entre la puerta y el marco de la pared.
-Claro que puedes- le respondí mientras la veía entrar con aquella sonrisa limpia y dulce.
-Perdona a papá, hoy parece que está un poco más nervioso de lo normal.
-No te preocupes mamá. Lo entiendo-respondí mientras me acomodaba en la silla.
-Está bien. Tan solo quería decírtelo- comentó acariciándome la mejilla.
-Puedo hacerte una pregunta. Sé que me vas a decir que no, pero…
-Quien sabe. Vamos, inténtalo.
-Estabais hablando de Daniel ¿verdad? Os he escuchado decir su nombre un par de veces mientras recorría el pasillo- dije observando la mueca de mamá. Ella sabía que no estaba diciendo la verdad, y que en realidad me había pasado un tiempo parado detrás de la puerta, pero no me dijo nada, tan solo me miró a los ojos y asintió levemente- Entonces… ¿sabéis por qué se ha ido sin decirme adiós?- insistí restregándome los ojos.
-¿Has leído la carta?
-Aún no-le respondí a la vez que la cogía de la mesa para enseñársela.
-Me gustaría decirte varias cosas, y la verdad, no sé cómo hacerlo. De todas formas, creo que…no sé- dijo acercándose un poco a la ventana. Nunca la había visto así, tan preocupada y temerosa que era incapaz de decir unas pocas palabras. En silencio, se sentó en la cama y agachó la cabeza intentando alargar el tiempo.
-¿Prefieres que la leamos juntos?- Al levantar la cabeza, vi que varias lágrimas le recorrían la mejilla dibujando un pequeño lazo de cristal. Pensativo, cogí el papel y lo abrí sobre la mesa del escritorio. Pasé la mano un par de veces, y observé durante unos minutos como las letras aparecían y desaparecían entre mis dedos, pero lo único que pude leer fueron las tres últimas palabras, “ como las tortugas”. Confundido, la aparté a un lado y miré los mismos árboles que había estado viendo unas horas antes.
-¿Por qué?- fue lo único que llegué a decir antes de escuchar la voz de papá.
-Lo siento muchísimo hijo. No sabía que eran sus padres, y el banco…-permaneciendo en silencio unos segundos.
Con los ojos llenos de lágrimas, lo miré un instante para volver a clavar la mirada en aquellos árboles. Era incapaz de decir nada, mi propio padre había sido el responsable de que se hubiese ido. No me importaba la razón, porque en realidad tan solo había una, y es que lo habían echado de mi vida. En ese instante recordé aquella frase que me pareció tan graciosa en su momento y que ahora, encerrado entre las cuatro paredes de mi habitación, no son más que la voz de su corazón hecho pedazos: “Las tortugas tampoco tienen casa”.